Foto: Maan News Agency

En estos días donde tantos niños esperaban regalazos, tablets, videoconsolas… tras haber escrito las correspondientes y fastuosas cartas a los Reyes Magos de Oriente, unos menores palestinos enviaron una carta muy diferente. En ella no pedían grandes regalos, ni siquiera que se les regalara nada, solo que se les devolviera algo que era suyo, algo que para el común de los mortales tal vez no tenga mucho valor, pero para ellos sí lo tiene, y mucho. Se trata de un balón, sí, un balón normal y corriente, tal vez de cuero, tal vez no, posiblemente viejo, remendado, quien sabe, pero un balón como tantos otros que se les cayó, desgracia la suya, del otro lado de la alambrada que separa Cisjordania de Israel.

Y claro, por mucho que lo intentaran pedir a los estirados soldados del otro lado, la respuesta, obviamente, brillaba por su ausencia. Su carta, por tanto, no iba destinada a ningún rey mago, aunque si consigue lo que se le proponía tal vez habría que pensar en incluirlo en esta selecta lista, sino al actual presidente de las Naciones Unidas, Ban Ki Moon. Él, oriental como se dice que eran Melchor, Gaspar y Baltasar, habrá recibido con total perplejidad el deseo de estos jovenzuelos que, como tantos otros a lo largo y ancho del planeta, se intentan divertir con algo tan simple como un balón en una simple calle. Pero el problema empieza porque la suya no es una simple calle cualquiera. Ellos juegan en una tierra hostil, ocupada en gran parte por Israel, y separada por el aberrante y humillante muro de Cisjordania.

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Estos niños, como hemos hecho tantos otros en nuestra infancia, jugaban un buen día en la calle cuando uno de ellos propinó un gran chupinazo a la pelota. Posiblemente se sintió por un momento Cristiano Ronaldo o Messi o cualquier otro, pero cuando vio que su gran tiro, no solo no iba a ser gol, sino que se les escapaba al otro lado de la valla, su cara, seguramente, dio un vuelco. Se les había arruinado la tarde a estos muchachos que no solo tienen ánimo y voluntad de jugar al fútbol pese a su terrible situación sino que, ni cortos ni perezosos, decidieron hacer todo lo posible para recuperar su legítima pelota. Como legítima es la tierra que ocupan y que van perdiendo segundo a segundo, minuto a minuto, día tras día, a manos de sus vecinos.

Para cualquiera de nosotros, encalar un balón en casa del vecino hubiera supuesto, en el peor de los casos, enfrentarse a algún antipático señor, o señora que, tal vez enfadados porque se le hubiera roto alguna planta de su pulcro jardín, se opusieran a devolvernos el balón. Pero para ellos, este vecino es un país ajeno y hostil que, por si fuera poco, realiza asentamientos en el suyo propio y los vigila con gente armada hasta los dienets. Tal vez los «estirados militares» de los que hablábamos antes no lo fueran tanto, puede que a alguno se le reblandeciera el corazón y les devolviera el balón, incluso es posible que esto ya haya pasado antes. O puede que también pase a la inversa, que sea el niño israelí el que tire el balón al otro lado y vea, ofuscado, como no puede recuperarlo. Aunque sí la cosa solo fuera entre los menores, seguramente sería mucho más fácil. «Ei, pásame el balón, por favor», «toma». Y ya está. Los niños, esos sabios pequeños, nos han demostrado en muchas ocasiones que pueden tener mucha mayor empatía, solidaridad y sentimientos nobles hacia el otro de los que tenemos los adultos. Tal vez, no solo Ban Ki Moon debiera responderles y hacer que se les devuelva su favor, sino que tendría que aprender de ellos y de su diplomacia.

Por: Gerard Sánchez